A mi vieja siempre le gustaron los patios grandes y el de la casa de la calle Catamarca, más que un patio, parecía el pedazo de tierra que se compra en el cementerio para enterrar a un muerto, un lamento. Por eso, cuando tuvimos que mudamos compró un terreno con unas paredes levantadas que era más patio que otra cosa: 200 metros cuadrados de pasto muerto que, aún después de algunos años, sigue más o menos igual.
El rectángulo se extiende estéril por donde se lo mire. En uno de los laterales yacen los restos de un pequeño jardín que mi vieja pagó 400 mangos y que, pese a los consejos y explicaciones del parquero, no logró sobrevivir a sus cuidados. Creo que no consideró el desagüe de la pelopincho que armamos todos los veranos al lado del, ahora, proyecto frustrado de jardín. Hasta el agua veníamos bien, el problema fue la exagerada cantidad de cloro que le echamos para que dure más tiempo en condiciones, porque nadie quería limpiar la pileta. En ese mismo lado hay una montaña de botellas de vidrio que mi mamá guarda “por las dudas”. Parece el santuario de la difunta correa.
Lo único vivo que hay en el patio son dos gatas, un par de bichos, un sapo asqueroso, un perro viejo que va y viene, una palmera sobreviviente y un árbol que tuvo la suerte de ser plantado por los dueños anteriores. Es la muerte, pero a mi vieja le encanta.
Mi hermanito se lo pinta de colores desparramando sus juguetes por todos lados; un hermoso jardín de cartas, pelotas, muñecos, autitos de carrera olvidados, papeles, todo roto, como las plantas, pero en colores.